II 40

Intentas calmarte, aunque a duras penas lo consigues, con esa visión justo enfrente de ti, y al lado de ese cadáver consumido.

– Nada debes temer de los muertos en esta abadía –dice la visión–, sino de los vivos. Cálmate, por favor. Yo soy fray Antonio.

Poco a poco te vas calmando al ver que el fantasma no es hostil. Sigues escuchándolo, ya que debe estar comunicándose contigo por algún motivo.

– Los frailes me metieron en este pozo hace muchos años, y esto es todo lo que queda de mí ahora – dice, señalando el cadáver.
– ¿Los frailes? –preguntas sorprendido–. Pero, ¿por qué iban a hacer algo así?
– Hace mucho tiempo, esta abadía era un lugar animado y lleno de vida. El huerto estaba lleno de zanahorias, cebollas, guisantes y toda clase de hortalizas, los árboles se erguían orgullosos y bellos, dando colorido a los alrededores de la iglesia; había gallinas en la granja, cerdos en la porqueriza, y dos magníficos caballos en los establos para tirar del carro del abad. El carpintero y el herrero trabajaban en sus talleres y sus esposas se encargaban de cuidar de las cuadras y de la casa del abad. Peregrinos y nobles paraban en la abadía, y nuestros siervos legos nos ayudaban en las tareas cotidianas. Pero un día vino un nuevo hermano, fray José. Desde entonces todo comenzó a ir mal. El huerto se echó a perder, los árboles se secaron, los animales murieron, la gente enfermó... la desesperación comenzó a extenderse dentro de los muros. Los hermanos, cuya amistad entre ellos era envidiable, comenzaron a discutir hasta el punto de llegar a las manos. Y cuando el malestar en la comunidad era ya insoportable, fray José se descubrió y mostró su cuerpo lleno de llagas ulcerantes, que lo identificaba como un leproso. Nos dijo que Dios le había enviado para ponernos a prueba y que le habíamos fallado, y que ya no había salvación posible. Entonces, para nuestra sorpresa, fray José comenzó a levitar con la intención de abandonar volando la abadía, como si fuera un ángel que el Señor nos había enviado para castigarnos. El padre abad le suplicó que le indicara cómo podíamos volver a la normalidad. “Sólo hay una forma de hacerlo”, nos dijo, “envenenad el pozo que abastece el pueblo como prueba de vuestra fe. Si lo hacéis con la suficiente fe, Dios no permitirá que mueran los aldeanos”. Así lo hizo el abad, y entonces todo el pueblo murió envenenado. Lleno de remordimiento, el abad se volvió loco y se encerró durante mucho tiempo en su casa, descuidando los asuntos de la abadía. Un día, María, una sierva que cuidaba de su casa, nos dijo a un reducido número de hermanos que el abad quería vernos. Nos dirigimos a su casa, y una vez en su presencia nos sorprendimos del aspecto tan demacrado que presentaba. Nos dijo que Dios le había perdonado, y que un ángel se le había aparecido para decirle que debía reunir a los hermanos más leales a Dios y pedirles que mandaran al infierno en su nombre a los pecadores que había en la abadía. Yo enseguida pensé que el abad estaba loco, pero para mi sorpresa, los demás hermanos le hicieron caso. Me negué rotundamente a asesinar a nadie, y por ello me encerraron en este pozo, para que muriera de hambre. Por suerte morí antes, pues contraje la peste, que acabó pronto conmigo. Puede que Dios quisiera recompensarme por mi valor y evitarme el sufrimiento de morir de inanición. Pero lo cierto es que no puedo abandonar este lugar desde hace cientos de años. Mis asesinos siguen vivos, la abadía se ha convertido en un lugar maldito, y no puedo abandonarlo. Necesito tu ayuda.

Te encuentras algo aturdido por todo lo que te acaba de contar el fantasma de fray Antonio. ¿Será verdad toda esa historia? ¿De verdad los frailes de esta abadía están aquí desde hace cientos de años? Un escalofrío te recorre el cuerpo al pensar en las palabras que has cruzado con alguno de ellos. Fray Antonio prosigue:

– No sé qué fuerzas demoníacas están actuando aquí. Tal vez si vas a la biblioteca encuentres un libro que habla de los demonios y del infierno. El prior los escondía en lo más alto de las estanterías para que los demás hermanos no se sintieran atraídos por su lectura. Puede que en ese libro encuentres la clave. Se llama Magice et Daemonii. Si encuentras a algún fraile, no le ataques, ya que nunca les matarás. No sé si se trata de una maldición divina por todos sus pecados o es cosa del demonio, pero ninguno de ellos puede morir. Antes debes romper la maldición. Toma esto –dice a la par que te entrega un crucifijo de plata–, algo me dice que lo vas a necesitar.

Puedes llevar el crucifijo colgado al cuello.

Estás pensando seriamente salir de este lugar maldito, pero como si te hubiera leído el pensamiento, fray Antonio te dice:

– No puedes huir de la abadía. Seguro que ya han atrancado la puerta, y si te has fijado, los muros no se pueden escalar por ninguna parte, ya que tienen un saliente en su parte más alta que lo impide. No vayas al refectorio hasta que estés preparado, ya que los frailes planean sacrificarte. Ten mucho cuidado. Que Dios esté contigo.

La imagen de fray Antonio comienza a difuminarse hasta desaparecer. En buen lío te has metido. Pero tendrás que salir de él como sea. Si vas a la biblioteca, para buscar el libro del que te ha hablado fray Antonio, una vez que estés allí debes restar 19 al número de sección en que te encuentres y leer la sección correspondiente. También, si te encuentras con algún fraile a partir de ahora, puedes luchar contra él usando el mismo procedimiento: resta 19 al número de sección, pero ten en cuenta que hasta que rompas la maldición, los frailes serán inmortales.

Justo después de que haya desaparecido la imagen de fray Antonio, tu antorcha se apaga. Réstatela del equipo. Subes al exterior y desatas la cuerda del tronco. Vuelves a tapar el pozo con la rejilla metálica y te dispones a salir del edificio. Ahora ves la abadía con otros ojos. Su aspecto solitario y tenebroso te es ahora evidente. Tal vez puedas deshacer esta terrible maldición.

Ahora consulta el plano y elige otra localización.